-La atmósfera está llena de gas por culpa de los rusos-dijo.
Era un hombre flaco y viejo y me quede mirando su afilado perfil contra la ventana que daba a la carretera. Seguramente estaría evocando los lejanos días de su juventud, en que la atmósfera estaría llena de cosas: de olores, aromas, distancias, de cuando en cuando del líquido de la lluvia, de cualquier cosa menos de los gases de los rusos.
-Los americanos también largan gases-le dije.
Sí; pero la culpa es de los rusos.
-Son unos cuantos millones de tipos-le dije-. Entre los rusos, los americanos y los chinos podrían llenar la atmósfera de gases.
-Es así,-aceptó-. Pero la culpa es de los rusos; si no fuera por los rusos nadie largaría gases.
Ya no le cabía la copa de mi vuelta y se puso de pie trabajosamente, recogió la bolsita que contenía un pan de flauta, una botella de vino y cien gramos de mortadela y salió, tambaleándose, hacia la puerta del boliche. Cuando se echó la bolsita al hombro, el pan sobresalía sobre sus espaldas como la bayoneta del fusil de un soldado.
-Es así-repitió antes de salir, con una voz tan agradable como el ruido de un rallador-;!yo no se que quieren esos rusos!
Parecía un soldado en derrota emprendiendo una penosa retirada. Todos los hombres suelen emprender diariamente una retirada más o menos penosa, sólo que aquella, con tan magro botín-aparte del vino, unos cuantos gramos de fiambre y aquel pan que para sus dientes ausentes o flojos como las teclas de un viejo piano, debía tener la consistencia del acero de una bayoneta-era una retirada sin esperanzas.
Lo mire irse borrando en el anochecer.
Yo también soy solo y quizás tampoco tenga esperanzas, razonables al menos, pero la razón no tiene nada que ver con las esperanzas, así que seguí bebiendo; quizás pudiera ver la luz del día siguiente.
25 de julio de 1987
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